El agua, como motor de desarrollo y fuente de riqueza, ha constituido uno de los pilares fundamentales para el progreso del hombre.
La ordenación y gestión de los recursos hídricos, que ha sido desde siempre un objetivo prioritario para cualquier sociedad, se ha realizado históricamente bajo directrices orientadas a satisfacer la demanda en cantidades suficientes, bajo una perspectiva de política de oferta.
El incremento de la oferta de agua como herramienta para el impulso económico, el mayor nivel de contaminación, irremisiblemente asociado a un mayor nivel de desarrollo, algunas características naturales (sequías prolongadas, inundaciones) y en definitiva una sobreexplotación de los recursos hídricos han conducido a un deterioro importante de los mismos.
Esto ha hecho necesario un cambio en los planteamientos sobre política de aguas, que han tenido que evolucionar desde una simple satisfacción en cantidad de las demandas, hacia una gestión que contempla la calidad del recurso y la protección del mismo como garantía de un abastecimiento futuro y de un desarrollo sostenible.
La ley de aguas de 1.985 y su modificación por la ley 46/1.999 de 13 de diciembre, junto con la nueva Directiva Marco europea para la política de agua suponen un cambio importante en los conceptos y criterios utilizados en la planificación hidrológica e introducen la calidad de las aguas y la protección de los recursos hídricos como puntos fundamentales para estructurar dicha planificación.